6 ene 2015

No bajes la persiana

[Nota previa: Cuento navideño escrito en colaboración con Uve (el enlace: http://ideasandmoreordeals.blogspot.com.es/). Para más información, consultar el final de la entrada].

Me asomé con un movimiento rápido, intentado recuperar esos juegos de niñez que se habían perdido por el camino de mi adolescencia. Apenas había subido unos centímetros la persiana para poder dejar una rendija por la que se colaba la luz de las farolas. En ese rápido vistazo descubrí que, en realidad, lo que se colaba era la luz reflejada por un cristal del edificio de enfrente. Me agaché.
Al colocar la espalda contra la pared, tanteé debajo de mi cama con la mano derecha y encontré exactamente lo que buscaba: una caja negra, con algo de polvo por encima. Acaricié la madera antes de sacarla y observarla brevemente, para soplar sobre ella como si estuviera descubriendo un tesoro olvidado.
Las bisagras chirriaron al abrirla. El rayo de farola reflejado se reflejó. Vaya redundancia tan atípica del lenguaje. Toqué el metal dorado con la mano. Saqué el catalejo con cuidado y con una sonrisa en los labios. De un salto me levanté y lo apoyé en el marco de la ventana; apenas tardé unos segundos en regularlo. Sexta ventana comenzando por la izquierda del sexto piso, pues la repetición mezclada con la utilización de etimologías distintas molaba.

Ese árbol de Navidad lleno de luces solo era localizable de noche, cuando ya no tenía la excusa de estar observando el vuelo de las palomas. Excusatio non petita, accusatio manifesta, sí: el catalejo a veces perdía aquel vuelo y acababa en las parabólicas de Televés para después subir siguiendo las tuberías hasta las ventanas. Nunca nada interesante. Salvo ese árbol de Navidad. Las palomas dormían. ¿Qué más podía hacer?
Intentando observar sus lucecitas de colores tan hipnóticas me di cuenta de que había alguien en la habitación. Sí, ahí en frente, al lado del árbol. Aunque si quitabas el catalejo se desdibujaba. Volví a colocarme. La chica seguía allí. Incluso veía que, ¡maldita sea!, me estaba mirando.
     
Oro derretido.
Oro derretido, una llama acogedora envolviendo un tronco en la chimenea durante una gélida noche interminable
Y ébano.
Aquello evocaba esa ciudad llena de posibilidades, de alegorías, de colores inconcebibles y curvas praxitelianas; sus farolas de hierro negro erguidas frente a las fachadas de edificios adormecidos.
Sus paredes poseían una incandescencia única que traía consigo una ola de calma cada vez que caminaba bajo el acuarela con tonalidades pastel que formaba el cielo y sobre los patrones desgastados que decoraban la acera resbaladiza. Incluso las estatuas metálicas bruñidas se asemejaban al carbón encendido.
Esa noche había deambulado entre el claroscuro sin intención de esquivar los charcos que cubrían el suelo irregular, ni el deseo de evitar el diluvio que siempre parecía más cálido de lo que en principio debía ser.
Recuerdo el chirrido de mis botas contra las baldosas del portal al regresar a casa; el rastro de agua que dejaron atrás mis pisadas y la pequeña inundación que causaron en el ascensor a lo largo de su viaje hacia la sexta planta.
Tras abrir la puerta al piso, colgué la ropa empapada sobre la calefacción de la entrada y coloqué las botas debajo de ella. El leve olor a canela y galletas recién horneadas embadurnaba el lugar.
Los villancicos, el tumulto y las voces de los vecinos traspasaban con claridad el apartamento mientras la luminosidad del exterior se filtraba por los paneles de cristal, jugando con el matiz de las habitaciones de forma encantadora. Junto a ella, el brillo de las bombillas coloridas del árbol alumbraba mi pequeño hogar.
Al fin había llegado la navidad;
Esa época risueña, ajetreada, estrambótica y, para algunos, melancólica y solitaria.
Después de arroparme, me dirigí hacia el salón. Encendí la luz y caminé hacia la ventana, apartando las cortinas traslúcidas para abrirla.
Hacía años que no nevaba en la ciudad, pero eso no evitaba que el ambiente se animara por esas fechas. Se notaba en el aire fresco teñido ligeramente por combustible y fritangas. Había cesado de llover pero la ciudad - un cuadro al óleo, aún tardaría bastante en secarse.
Mi vista cayó sobre la minúscula plaza romboidal al otro lado de la calle, donde a lo largo del día se reunían innumerables palomas a la espera de las migas de pan que les traía frecuentemente un señor mayor con boina ajedrezada.
A lo lejos se escuchaba el pitido del camión de la basura mientras un silbido subía desde la acera, y más allá de la plaza y el terreno/foso descuidado que la rodeaba, el edificio de tejas verde pantano y almohadillado de inglete blanco daba señales de vida.
Fue entonces cuando algo captó mi atención.
Entrecerré los ojos. ¿Qué era aquello?
En mi intento de posicionarme mejor, tropecé, enredando un brazo en la cortina, chocando con el árbol a mi izquierda y causando que uno de sus adornos cayera al suelo. Resoplé, recogiendo la bolita azul con copitos de nieve blancos del suelo y posándola sobre la mesa, encima del boceto de una chica de ojos tristes.
Con cautela, regresé a la ventana y la cerré.
Efectivamente; un solitario destello atravesaba uno de los cristales del ático del edificio de tejas verdes.

A través de los ojos se ve el alma. Y da igual la distancia, los obstáculos que haya por medio, estaba segura de que si aquella persona se inclinaba sobre el cristal y observaba con una mirada lo suficientemente intensa, me leería los sentimientos impresos en mi espíritu. Aparté el catalejo, volví a colocarme contra la pared y apagué la luz, reaccionando instintivamente.
La oscuridad me envolvió. Me daba la impresión de que no me protegía lo suficiente. Sin embargo, una llama surgió para borrar los miedos; tal vez otra persona se aburría más allá de la calle con mis mismas intenciones, observar el mundo exterior por un rato desde la comodidad del hogar. La oscuridad se volvió más apacible. Otra sonrisa volvió a aparecer en mi cara.
Me puse los cascos de música para tranquilizarme ante la idea de poder comunicarme con la otra buscadora (¿pues no podría estar ella también buscando inspiración para crear historias?). ¿Y que sería mejor para aquello? Ni idea. El código morse era algo que me parecía fantástico y desconocido. Sin embargo, de poco me serviría utilizar la única señal que conocía: SOS.

La curiosidad pudo conmigo. Caminé hacia el interruptor, dejando la habitación a oscuras salvo por los parpadeos de las luces navideñas que parecían sintonizar con mi pulso. Tanteando los contenidos de la estantería, entre libros y tubos de acrílico, di con ellos.
Con el cordón rodeándome el cuello, me posicioné de rodillas, los cilindros de los binoculares sobre el marco.

Tal vez fue la música o la protección que sentía lo que me hizo colocar el catalejo como antes y seguir observando aquel árbol con aquella persona más allá del cristal. Dos cristales no pueden separar bien a dos desconocidos; una calle tampoco.
Sin embargo, la buscadora había desaparecido, dejando al árbol de nuevo solo,  a oscuras esta vez, reflejando sus luces en el cristal, en las paredes, en los adornos que colgaban de sus ramas. Esperaba que hubiera un gato que pudiera jugar con aquella decoración, o un niño pequeño en aquel lugar que alegrase las Navidades. Esperaba que en aquel lugar sonase una dulce canción que conmoviera los corazones de los habitantes. Pero, en fin, el árbol seguía abandonado en el salón y tuve que buscar algo más interesante que hacer.
Sin pájaros en el cielo, lo único apetecible para observar eran las estrellas, aunque me dediqué a vigilar a los pocos transeúntes de la calle. Suspiré. La música cambió. Una variación ligera hacia la tranquilidad.

Enfoqué sobre el brillo.
Y por un instante mi corazón flaqueó.
Lo que me había parecido una estrella centellando en la penumbra tras un cristal era en realidad un reflejo. Un reflejo sobre lo que parecía ser un catalejo guiado por una silueta.
Sacudí la cabeza y me froté bien los ojos antes de entornarlos. Armándome de valor, me dispuse a comprobarlo.
Sí, definitivamente era un catalejo.
Un catalejo dorado. Elegante.
Había un catalejo dorado y elegante sujeto por un individuo desconocido mirando fijamente hacia mi ventana.
Me retiré rápidamente, deslizándome de espaldas contra la pared con un nudo en la garganta. Un escalofrío escaló mi columna, mis pensamientos colisionaban y el recuerdo de una conversación con mi madre invadió mi mente:
«¡¿Pero tú cuántos acosadores has tenido, mamá?!»
«Ay, no sé… ¿Cinco? ¿Seis? La verdad es que he perdido la cuenta. Anda, no pongas esa cara, hija; ya tendrás tú unos cuantos, tú no te preocupes por eso».
Que no me preocupase.
¡Que no me preocupase!
¡Lo había dicho como si fuesen trofeos!
Aquello había sido más surrealista que un cuadro de Dalí.
E igual de inquietante.
¿Y si mi madre tenía razón?
¿Y si era un acosador y no solo un vecino aburrido?
¿Y si era ese hombre raro con pinta de neonazi que había visto el otro día? ¿Vigilando desde detrás de las persianas venecianas abiertas del mismo ático?
Dios mío. Un pirata neonazi. Me acosaba un maldito pirata neonazi voyeur.

Cuando me iba a ir a cenar, oyendo que mis padres ya trasteaban en la cocina, la melancolía de perder a un personaje me inundó y mi catalejo se dirigió de nuevo a aquel sexto piso, sexta ventana comenzando por la izquierda. Al menos me podría despedir del árbol navideño, adorable y solitario. Sin embargo, el corazón me dio un vuelco.
La buscadora había cogido unos prismáticos y miraba hacia aquí, no sabía desde hacía cuánto tiempo, no sabía si exactamente a mi ventana o a mi edificio. Las manos me temblaron sin saber qué hacer. Mi mente se quedó en blanco. La buscadora observaba.
¡Por todos los infiernos, seguía con aquellos prismáticos mirando en mi dirección! ¿Habría visto el catalejo? ¿Habría pensado en piratas? Un catalejo era más poético para un personaje que unos prismáticos, incluso en las palabras: catalejo, ver de lejos, contra prismáticos, anteojos prismáticos.
No te vayas, buscadora, reflexiona. Sigo aquí. Saca de la realidad algo para la imaginación. Hazlo ya. Antes de que me vaya.

Coloqué la cabeza entre las rodillas. Estaba hiperventilando y la falta de aire amenazaba con desmayarme. La temperatura de la habitación parecía descender drásticamente con cada minuto que pasaba.
Las persianas.
Tenía que bajar las persianas.

No sé el tiempo que estuve así hasta recordar algo que había olvidado: las banderas de señales. Era lo único con lo que sabía que me vería, si ponía una bandera de señales contra la ventana. Fui corriendo al cuarto de mi hermano, el cual me abrió casi inmediatamente.
—¿Me dejas la Kilo y Xray?—dije tal vez bruscamente.
—Pequeñaja, ¿a qué tanta ilusión?—me preguntó este, sacando las banderas de su armario con rapidez—. ¿Alguna frikada vexilológica?
Negué con la cabeza, a lo que él se encogió de hombros.
—¿Sabes que hoy me han preguntado que si era nazi? ¿Tengo pinta de eso?
Su voz se fue haciendo más débil cuando me alejé corriendo por el pasillo, y oí que cerraba riéndose ante mis locuras. Tendría que haber contestado que sí: el pelo rapado le quedaba algo inquietante, aunque si abría la boca daba la impresión de que acababa de salir del país de la piruleta. Reductio ad hitlerum, seguro que utilizarían eso contra él por su pinta aunque fuese el más antibelicista que hubiera sobre la Tierra.

Sentí que había transcurrido una eternidad cuando al fin logré moverme. A gatas llegué hasta el árbol; no conseguía mantener las manos quietas, pero al fin pude cerrar las cortinas.

Creo que llegué tarde. Al levantar del todo la persiana y encender de nuevo la luz, la buscadora había corrido las cortinas. Cogí primero la Kilo («deseo comunicarme con usted») sin demasiadas esperanzas. La coloqué sobre la ventana y la mantuve mientras cogía mi catalejo. No vi movimientos.
Tal vez me había visto y se había asustado. No buscadora, soy una pirada de las banderas, no una asesina. Abre las cortinas. Ábrelas. Mira la bandera. Busca como una loca en Internet su significado.
Solté el catalejo y busqué con el móvil el código morse. Wikipedia tenía la solución. ¿De qué otra forma se iba a poder comunicar ella si no era así? No creo que tuviera banderas navales. Dejé el móvil sobre la cama y volví a observar con el corazón en un puño.

Me levanté lo más despacio posible, intentando evitar ser vista. Bajé la persiana a trompicones antes de desplomarme sobre el sofá, dedos enrollados en los mechones de mi pelo desaliñado. Notaba los latidos frenéticos de mi corazón en el cuello.
Encima de la mesa, junto al adorno azul e iluminado únicamente por las luces multicolor se encontraba el fijo.
Lo descolgué.
Teléfono temblando en mano, tomé una decisión.

Vi cómo se bajaba la persiana lentamente. Como si fuera a cámara lenta. El catalejo, directo sobre el colchón. La Xray arrojada casi con violencia sobre la ventana («Suspenda sus maniobras y preste atención a mis señales». Oh, madre, si no sabía bien de banderas la iba a confundir con la finlandesa). La moví repetidamente mientras la persiana bajaba cada vez más. A cámara lenta. Hasta que las luces del árbol desaparecieron sin más.
El grito de «¡A CENAR!» me sacó de mis casillas. Ya está. Eso es todo. Ahí termina la gran historia de cómo una buscadora no encontró su inspiración y de cómo yo maldije al universo por no darme nada más en aquella aburrida tarde llena de pensamientos sobre exámenes.
Mientras revolvía la sopa, aquella odiada por Mafalda, me pregunté en realidad qué había pasado. Por qué no había contestado. Tal vez ni tan siquiera me había visto. Tal vez había sido invisible. Yo solamente quería encontrar a otro escritor loco en la ciudad de Oviedo. Yo solamente quería algo más. Mi hermano inclinó la cabeza mirándome, preguntándome con esos ojos de mirada profunda que qué me pasaba. Me encogí de hombros. Perder a un personaje duele. Perder a una buscadora más.

Pasaron varios minutos. Respiré hondo y dejé el aparato de lado, observando los binoculares que seguían colgados de mi cuello.
No. No llamaría.
Pero mañana.
Mañana al anochecer buscaría al pirata.

FIN

[PD. Como el vecino de enfrente había puesto unas luces navideñas, solo se me ocurrió pedirle a  Uve que escribiéramos un texto juntos. Le planteé lo que tenía que escribir dando pocas instrucciones (del tipo: En una ventana a lo lejos ves un reflejo) sin que ella supiera qué escribía yo, para luego intercalar los textos. Creo que por el estilo ya adivináis cuál es de cada una. Y por las frikadas vexilológicas.
Saludos y felices fiestas, lectores].